El regreso de Aeropajita…

Nací tres semanas exactas después del equinoccio de primavera. Soy mitad madre y mitad padre. Mitad vida y mitad muerte. Odio tanto como amo. Respiro tantas veces como sostengo el aire. Padezco del efecto del relámpago por cinco minutos al día cuando el sol sale y alumbra la mitad triangular de mi cuerpo. Durante esos cinco minutos puedo saber qué es lo que va a ocurrir en el día con seres que conozco tanto como seres que nunca he visto. Mientras respiro, camino y trabajo, me percato de que todo lo que hago en el día lo he vivido durante esos cinco minutos de película interior como un avance de los hechos que han de transcurrir. Me asusta el efecto relámpago, pues he visto cosas que no quería ver. He soñado despierto en cosas que luego ocurren. Ha sonado el celular, y antes de tomar la llamada reconozco lo que me van a decir. Hago un esfuerzo por evitar entrar en trance, que me ponga en vila para recibir información que ocurre antes de su tiempo. Es una percepción energética de situaciones temporales antecedentes a mi vida y la de otros. Afortunadamente no he visto mi muerte, aunque si la de muchos otros.

Cuando duermo, el efecto duerme. No sueño presagios ni historias de horror. A veces ni sueño. Dormir resulta agradable cuando no he sufrido un suceso cercano que involucre a mis seres queridos. Cuando ingiero alcohol o cannabis, el efecto se va. Un suceso que he visto con mi efecto relámpago es un suceso que no he podido evitar. Vi las torres gemelas desmoronarse entre fuego y llanto, he visto cientos de niños negros hambrientos morir de la peste, la fuerza de un huracán, el alma cuando se despega del cuerpo, accidentes de tránsito y el inicio de una malignidad interior cimentado en la tierra. Algún presagio que hace de la tierra un lugar inhóspito para la vida futura.

No sé si llamar al efecto un don o una maldición. Mi madre lo tenía. Con su muerte prematura, el don se acrecentó en mi vida como si los fantasmas de su alma me transmitieran su experiencia sensorial. Desde su partida veo más cosas, algunas interesantes y otras de naturaleza trivial.

Cuando adolescente joven me llevaron a la casa de una médium. Una médium es una persona que afirma tener la capacidad de comunicarse con seres espirituales, espíritus de los difuntos u otras entidades no físicas, y actúa como un intermediario entre el mundo material y el mundo espiritual. La médium se fue en trance, fumo un tabaco invertido, y mi madre se fue complacida cuando oyó que le decían que --“usara para bien su don” --. La médium era devota de la virgen. Mi madre también era devota de la virgen. Estudie en un colegio marianista, devoto de la virgen.

La historia que te voy a narrar es verídica y la viví una mañana del equinoccio de otoño cuando el relámpago matutino invadió mi mente con los eventos a continuación. Las primeras luces del sol pusieron la película del futuro en movimiento inexorable. Lo que iba a suceder, iba a suceder y nadie era capaz de evitarlo. Solo conocía de los hechos un poco más antes que todos los que lo vivieron.

Esa mañana primera de otoño, un huracán con vientos de 180 kilómetros por hora había escapado durante la noche al norte de nuestro poblado y se alejaba a más de 200 kilómetros de distancia de mi vivienda en la costa del mar Atlántico. Como consecuencia atmosférica, las olas ese día pasaban los ocho pies y algunas llegaron a tener hasta doce pies de altura. La espuma blanca que se producía, junto al estruendo del mar, era maravilloso y ensordecedor. Levantaba la brisa salina, se apoderaba de la piel y la tornaba en un ser salado. La bruma teñía de humedad el piso y las paredes de la habitación. Era un día espectacular. Solo había que esperar a que los eventos, sujetos y situaciones se dieran cita en tiempo y espacio.

El alto oleaje fue motivo para que los jóvenes con ambiciones acuáticas sacaran sus tablas de surfear a retar el peligro de mantener el balance natural. Cada ola era un evento pasional. Traía consigo un cuento con algo más que espuma nada más.

Para esa fecha trabajaba como conserje en el Hospital Municipal de mi pueblo natal. Mi horario comprendía de siete en la mañana hasta tres de la tarde. Mi obligación consistía en mantener limpia la habitación y el retrete de los pacientes en el tercer piso del hospital. Esto incluía mantener limpio el inodoro y la ducha, barrer, mapear el cuarto y limpiar todos los receptáculos de basura. No así los que tenían desechos biológicos. El tercer piso del hospital era el ala quirúrgica de la institución.

Me acuerdo como ahora, veinte años atrás, y todavía se me erizan los pelos. El don o efecto relámpago, como quieran llamarlo, no incluía la resucitación de muertos hasta esa fecha. Pero ocurrió algo insólito. Esa mañana, cuando desperté, vi cómo Aeropajita, una señora de noventa y nueve años, paciente de la institución hacía cinco días atrás, volvía de los muertos envuelta en una sábana gris del hospital. La vi levantarse de la mesa de autopsia, luego de un lapso de tiempo en que estuvo inconsciente, y pedir un poco de agua a los miembros de la facultad que miraban atónitos a punto de comenzar la requerida autopsia. La regla es que cuando un paciente muere después de un procedimiento quirúrgico de forma desconocida, se le practica una autopsia para determinar la causa de muerte. Tan pronto la alta Aeropajita movió las sábanas y se levantó, se formó una confusión entre todos los residentes, estudiantes de medicina y facultativos del hospital que iban a presenciar la autopsia de ella. Todavía Aeropajita tenía las escleras de los ojos de color amarillo. Lo vi claramente dos días antes de que ocurriera. No lo comenté. No era mi intención levantar a Lázaro de entre los muertos ni darme la coña de resucitador. Tenía que dejar que el destino llenara la parte que le corresponde.

Aeropajita había sido internada hace una semana, cuando notó que la parte blanca de los ojos se había tornado amarilla y ella había perdido el apetito. Por supuesto, el diagnóstico inicial era que ella tenía una malignidad. Los estudios revelaron que Aeropajita sufría de piedras en la vesícula y que tenía piedras atascadas en los conductos biliares. Había que practicarle una cirugía a una anciana de noventa y nueve años. Aeropajita, hija única, ambos padres muertos y su esposo también, no tenía descendientes, excepto algunos sobrinos segundos que apenas sabían de su presencia en vida. Ella le había dicho de forma elegante al practicante de cirugía que la veía todos los días que si moría en el acto quirúrgico, ella quería donar lo poco que tenía para que los estudiantes y practicantes tuvieran batas blancas y bien almidonadas. Notaba cómo estos médicos en formación lucían terrible con sus batas llenas de manchas de sangre, sudor y sucio difícil. No inspiraban la confianza de sus pacientes. Parecían matasanos de reses y cabras. Degolladores oficiales de un matadero.

El doctor Vicente había llenado las expectativas de una cirugía segura en la cabeza de la vieja anciana. Ella no se dejaba amedrentar y le cuestionaba al muchacho residente que tuviera cuidado con no dañar las piezas aledañas de su cuerpo, ya que de forma jocosa —éstas ya no se producen—. El joven Vicente se había encariñado de la dulce anciana. Le recordaba de alguna forma a su propia abuela ya fallecida algún tiempo atrás. Una abuela que impartía cariño, amor y hasta veinte pesos a la semana para que él pudiera comer algo durante su entrenamiento de medicina. Una abuela que le crecieron lágrimas cuando oyó decir a su nieto que iba a ser médico a la corta edad de cinco años. Le había dicho: —así como ese cartelón que ves ahí, abuela, así va a ser de grande el nombre mío—. Ella gozaba y lloraba de alegría. Vicente veía a su descendencia en aquella anciana de cabellos blancos y plateados."

Una vez el anestesiólogo le explicó a Aeropajita que iban a utilizar anestesia general, se llevaría a la paciente al quirófano para el acto quirúrgico planeado. Durante la inducción de la anestesia, el electrocardiograma había marcado unos ritmos irregulares, que los galenos habían pasado desapercibidos como evidencia de un corazón que está cansado de latir. El cirujano Vicente procedió a cortar el viejo cuerpo de la anciana y remover las piedras de los ductos biliares. La operación concluyó con un tubo de plástico que salía del cuerpo de Aeropajita. Minutos antes de terminar de suturar la piel de la anciana, el electrocardiograma se volvió loco y mostraba una arritmia severa. Rápido los médicos aplicaron las medidas de resucitación por espacio de veinte minutos sin tener respuesta. El reloj marcaba las diez y cuarto cuando declararon muerta a Aeropajita. Se removieron los tubos de la garganta de la anciana, y el cadáver fue trasladado a la morgue en espera de los familiares y la consabida autopsia.

No había quien respondiera por Aeropajita, como si a nadie le importara que esta anciana hubiera muerto. Era notable ver cómo alguien que vivió sola gran parte de su vida no hubiera muerto de pena. La corte emitió una orden de seguir con los procesos legales y el cadáver se sometió a una autopsia. Esa mañana yo había visto a la anciana de camino al quirófano y le había deseado suerte, aunque ya la había visto levantarse de entre los muertos. Es inevitable, pero cuando ves tantas cosas como veo, dejas de darle importancia a la muerte sobre la vida. Quizás es que llevo mucho tiempo limpiando el detrito humano cuyo excremento no ha cambiado su genética en siglos.

Aeropajita guardaba un rictus de tristeza por facie. Cuando la anciana se levantó de entre las sábanas grises del Hospital en la sala de autopsia, dos personas se desmayaron. Todo comenzó con una contractura muscular involuntaria que se consideró como un reflejo postmorten. Movió la pierna derecha y los médicos lo tomaron como algo inusual para quien tiene rigor mortis. Se conoce como el reflejo Lázaro de los muertos. Luego el cuerpo completo se irguió y dejó caer la manta que lo cubría. Se produjo un estruendo en la sala y dos personas necesitaron ser rescatadas del desmayo. Lo que exactamente había pasado era un misterio para la ciencia médica, pero Aeropajita había regresado del mundo de los muertos. Nadie, solo ella sabía por qué había regresado. Regresamos porque los grandes de corazón y alma tienen una promesa que cumplir antes de morir. Aeropajita había manifestado que la luz le dio unos días extras para cumplir una vieja promesa a su amado. Nadie sabía de qué, ni de quién la vieja estaba hablando.

Aeropajita había prometido antes de someterse a algún desarreglo en su vida limpiar con mucho detergente la tumba donde yacían los restos de su querido esposo que había muerto hacía cuarenta años atrás. Nunca se sabía cuándo iba a yacer en ella y hacerle compañía a Rigoberto. Desafortunadamente el dolor de piedras y su tez amarilla la llevó anticipadamente al Hospital antes de cumplir su promesa hacia su amado. Era un pormenor adicional que debía vencer en su vida.

Ocho días más tarde de haber regresado de entre los muertos y posterior a que toda la población del Hospital se hubiera reunido con la anciana, Aeropajita partió hacia su casa. Todavía tenía colgando un tubo que le habían dejado en los ductos biliares. Tubo para remover en un período de dos semanas a su regreso a la clínica. Dos días más tarde, Aeropajita llevó cubo en mano mucho detergente y limpió la lápida de su amado Rigoberto. Notó el espacio debajo del nombre de Rigoberto y la fecha de muerte. Suficiente para que pusieran el de ella cuando el tiempo llegara. La tumba quedó reluciente y las pequeñas margaritas que habían crecido de forma silvestre le daban un aspecto primaveral. Rezó su plegaria y dio gracias a Dios por su vida callada y complacida.

El día de la cita de Aeropajita me ocurrió algo inusual. Mientras limpiaba los retretes del área de clínicas, volví a ver a Aeropajita en la mañana de ese día pero esta vez de forma más alegre y compartiendo con otra persona. En este caso, la acompañaba un hombre de edad mediana. Esa tarde, durante la cita de la dulce anciana, el doctor Vicente la recibió con una sonrisa. Ella le devolvió la sonrisa y él le removió el tubo que había insertado. Dolió un poco la extracción. Lo amarillo de su cuerpo se había ido y Aeropajita comía mejor desde entonces. En dos meses cumpliría cien años de existencia.

Aeropajita le dio las gracias a Vicente, extendió sus manos callosas y le manifestó que no deseaba que Rigoberto la viera con un tubo en el estómago. Cuando Vicente le preguntó quién era Rigoberto, Aeropajita le respondió que su marido. Vicente quedó pensativo, ya que el historial familiar leía que su marido había fallecido hacía cuarenta años. Pensó que esta vieja se había trastornado mentalmente, algo que ellos llaman demencia senil. También Aeropajita le manifestó que ya había limpiado la morada de ambos y solo esperaba el momento de regreso.

Esa noche la habitación de la adorable anciana se llenó de un agradable olor a rosas que recordaban el día de su matrimonio con Rigoberto. Alrededor de un círculo de claveles aparecía una luz intensa que iluminaba su decrépito cuerpo. Su alma se levantó del viejo cuerpo y se fue a yacer con el de su marido para siempre. A la mañana siguiente me enteré de que habían encontrado a Aeropajita por segunda vez muerta, pero en esta ocasión tenía una sonrisa en los labios y una rosa en sus manos.

Debido al impacto repentino, únicamente yo conocía el motivo que provocaba la sonrisa en el rostro de la anciana Aeropajita.

…titolugo©mmxxiii

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