Polución de Cuello Blanco
Por Tito Lugo MD©*
En la postal perfecta de la bahía de Sun Bay en Vieques, las aguas turquesas se convierten en un escenario deslumbrante de celebración. Docenas, a veces cientos, de yates y botes recreativos se congregan en días festivos y fines de semana, transformando la costa en una fiesta flotante. Sin embargo, tras ese brillo de opulencia y recreación se esconde un problema grave y persistente: una polución de cuello blanco, silenciosa pero devastadora para los ecosistemas marinos de Puerto Rico.
La concentración masiva de embarcaciones en zonas costeras frágiles conlleva impactos ambientales severos, muchos de ellos invisibles al ojo desprevenido. Uno de los más preocupantes es la contaminación por combustibles y aceites. Muchos botes tienen motores de combustión que, por desgaste o mal mantenimiento, filtran residuos tóxicos directamente al mar. Incluso pequeños derrames de gasolina o aceite afectan la flora y fauna marina, desde los corales hasta los peces que sostienen la pesca local.
A esto se suma el vertido de aguas negras y grises. No todas las embarcaciones cuentan con sistemas adecuados de almacenamiento y disposición de residuos. El resultado es la liberación directa de desechos humanos, agua de duchas y lavamanos al océano, lo que incrementa la proliferación de bacterias como E. coli, la turbidez del agua y la aparición de floraciones algales dañinas. La eutrofización —el exceso de nutrientes en el agua— convierte el paraíso en una amenaza para la salud pública y la biodiversidad.
El daño físico al fondo marino es otra consecuencia alarmante. Las anclas lanzadas sin planificación destruyen pastos marinos y estructuras coralinas que tardan años, incluso siglos, en formarse. Además, las hélices agitan sedimentos que enturbian el agua y afectan los ciclos reproductivos de muchas especies.
No se puede ignorar la contaminación acústica. El ruido constante de motores interfiere con la comunicación de animales marinos como los manatíes, delfines y tortugas. Estas especies, ya amenazadas, encuentran cada vez más difícil sobrevivir en un entorno hostil, lleno de ruido y movimiento.
Y como si fuera poco, queda el impacto visual y sólido: basura flotando, plásticos en la orilla, latas entre los mangles. La fiesta termina, pero los residuos quedan. Mientras tanto, la imagen turística de “isla virgen” se agrieta, y la sostenibilidad de un modelo económico basado en la belleza natural entra en crisis.
Esta no es la contaminación industrial de fábricas lejanas. Es una polución sofisticada, encubierta por la apariencia de éxito y recreación. Es una agresión al ambiente con camisa de lino y copa de vino. Por eso le llamamos polución de cuello blanco.
Es hora de regular el acceso de embarcaciones a bahías sensibles, de imponer límites y crear infraestructura que facilite un uso responsable del mar. No se trata de criminalizar la navegación, sino de garantizar que el disfrute del mar no sea su sentencia de muerte.
Porque el mar también tiene memoria. Y no olvida los anclas que lo hieren, ni los motores que lo ensucian.
*El autor es un asiduo defensor de nuestras playas…
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