Lluvia en la Navidad…

Había pasado un trienio desde la última vez que las lágrimas del cielo habían acariciado la sedienta tierra. Todo se consumía en la aridez, desde las plantas y árboles hasta los animales, las personas, los ríos y el mismo mar. Un silencio de sequedad envolvía al planeta, como si la lluvia se hubiera exiliado de su deber primordial. El calentamiento solar, como una sentencia ya cumplida, se cernía sobre la Tierra, producto de los estragos causados por las acciones humanas.

Ni siquiera las danzas ancestrales de los indígenas, que solían convocar a las lluvias con sus rituales sagrados, lograban atraer la bendición del agua. En la víspera de la Navidad, el cielo, claro como el cristal de la desolación, dejaba ver un sol que ya parecía rendirse ante el agotamiento de sus esfuerzos.

Al acercarse la tarde, una extraña congregación de nubes se formó en el firmamento. Un susurro de esperanza resonó en el aire, y entonces, como un regalo divino, comenzó a llover. El milagro, tanto anhelado, se materializó. Las gotas caían del cielo como lágrimas liberadoras, empapando la tierra sedienta con la promesa de renovación.

La lluvia persistió, desafiando las leyes del tiempo y extendiéndose más allá de la medianoche. Cada gota era un bálsamo, cada sonido de la lluvia, una canción de redención. Era como si la propia naturaleza estuviera suspirando un alivio profundo y liberador.

Entonces, en ese momento de gracia celestial, cuando la lluvia acariciaba la tierra y el aire se llenaba con el aroma de la humedad rejuvenecedora, una estrella nació en el norte, iluminando el este con un resplandor divino. Era como un faro en la oscuridad, un mensaje cifrado en el lenguaje de los astros.

La estrella del norte, en su radiante aparición, parecía tratar de decirnos algo. Sus destellos, llenos de misterio y significado, anunciaban un nacimiento especial. En ese instante, en medio del renacer de la naturaleza, se revelaba el mensaje más antiguo y sagrado: había nacido el Cristo Rey.

La lluvia continuó su danza celestial, mezclándose con las lágrimas de alegría y agradecimiento de la tierra. Cada gota, un símbolo de renacimiento y la promesa de un futuro más fértil. El milagro de la Navidad no solo yacía en el divino nacimiento, sino también en la renovación de la vida y la esperanza que caía del cielo, una bendición que restauraba la armonía entre el hombre y la naturaleza.

En la mañana de Navidad, cuando el sol despertó sobre un paisaje transformado, la gente salió a recibir la luz con corazones rebosantes de gratitud. En la frescura del aire, en la vegetación resurgida, en los ríos revividos, todos reconocieron el regalo divino de la lluvia que trajo consigo un nuevo comienzo.

La estrella del norte, en su constante resplandor, parecía afirmar que, incluso en los momentos más secos y desesperanzados, la luz divina puede brillar y traer consigo la promesa de renovación y amor. Y así, en la tierra que había anhelado, la Navidad no solo marcaba el nacimiento de un niño en un pesebre, sino también la resurrección de la esperanza en cada corazón y en cada gota de lluvia que caía como un regalo celestial.

--titolugo©mmxxiii

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