Una Navidad a los ocho años…

 

En la calle Atlas, bajo el manto de la noche navideña, resonaba la algarabía de los niños que, con ocho años en promedio, soñaban con los regalos que traería consigo la esperada Navidad. La ilusión se palpaba en el aire, mientras algunos anhelaban bicicletas, patines, grabadoras portátiles o sets de soldaditos de plástico, deseosos de mostrar a sus vecinos las maravillas que Santa Claus les dejaría.

A pesar de conocer el secreto detrás del mágico personaje, yo también compartía la expectación de mis amigos. Sin embargo, la preocupación se cernía sobre mí, temiendo que la mañana siguiente llegara y no tuviera nada que mostrar. Bajo el árbol de Navidad, los regalos solían llevar pequeñas iniciales, y al observar detenidamente, noté la ausencia de la mía. ¿Había sido un poco travieso con mamá? ¿O acaso no había suficiente presupuesto para un regalo que llevara mi nombre?

Recuerdo los tiempos en que éramos más pequeños, y los regalos aparecían como por arte de magia la mañana después de la Nochebuena. La expectación nos mantenía despiertos hasta tarde, ansiosos por descubrir los tesoros que Santa Claus había dejado. Pero esta vez, solo había regalos para mis hermanos, y la incertidumbre creció en mi corazón.

Después de jugar en la calle, regresamos a casa para celebrar la Nochebuena en familia. Mi papá, mi mamá y mis dos hermanos estaban emocionados, pero yo me sentía excluido, convencido de que no sería tomado en consideración. Cenamos juntos, y a las diez de la noche nos fuimos a la cama. No tenía ganas de levantarme temprano y enfrentar la realidad que ya sospechaba: mis padres no habían previsto un regalo de Navidad para mí.

Así transcurrió la noche, hasta que mi hermano menor, madrugador incansable, me arrancó de la cama a las seis de la mañana ese día de Navidad. Con pesar en el corazón, me dirigí a la sala, resignado a aceptar la falta de un regalo navideño. Pero lo que encontré superó cualquier expectativa. Fue la impresión más hermosa que un niño de ocho años puede tener.

Frente a mis ojos, brillaba una batería roja completa con baquetas, tambores, platillos, contratiempo y cencerro. Era una batería de marca Ludwig de casa Margarida. Con asombro, descubrí mi primera inicial en el regalo que mis padres habían preparado para mí. Era mi primer instrumento musical, una batería que prometía llenar la casa y la vecindad con su estruendo. La felicidad que experimenté era indescriptible; me sentía como un niño con dos colas.

Junto a la batería, una pequeña nota de Santa Claus invitaba a explorar un nuevo mundo musical. Había una cita semanal para tomar clases de batería, un regalo que trascendía el objeto material para abrir las puertas de la creatividad y el aprendizaje. Era el regalo más hermoso que un niño de ocho años podría recibir en Navidad.

A partir de ese momento, cada golpe de tambor resonaba con la magia de la temporada, creando melodías de alegría y gratitud. La Navidad se volvió aún más especial, pues no solo celebrábamos la tradición familiar, sino que también compartíamos la música que se había convertido en el latido de nuestro hogar. Aquella noche mágica enseñó que los mejores regalos no siempre están envueltos en papel brillante, sino que se encuentran en los gestos de amor y en las oportunidades que nos regala la vida.

Gracias, mami amada... Gracias, papi querido... dos lumínicas estrellas en el cielo, por tejer mi dicha y guiarme hacia el universo de la música.

 

--titolugo@mmxxiii

 


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