El niño descalzo

 

Todavía flota en mi mente la imagen de aquel niño color caramelo que llegó sucio y sin zapatitos al jardín de infancia de la escuela. Debía tener unos cinco años cuando presencié esa escena peculiar. Sus piecitos estaban sucios, con uñas llenas de mugre. Olía a tierra, como si llevara días sin bañarse. No estuvo mucho tiempo con nosotros, apenas dos semanas, pero su ausencia dejó un hueco en mi corazón.

 

En casa, mami me había comprado un par de zapatos nuevos para estrenar en la escuela. Brillaban como si fuesen joyas. Eran los mismos que, más tarde, usaría mi hermano menor, quien me lleva dos años. Qué difícil es la vida cuando no puedes estrenar ropa y zapatos cada vez, pero el presupuesto no daba para más.

 

Me propuse calzar al descalzo de la escuela. Tenía que tramar un plan ingenioso para hacer desaparecer mis zapatos, una tarea desafiante con una madre tan astuta y perspicaz como la mía. La idea de darle esos zapatos se convirtió en mi misión secreta, una cruzada personal para compartir un pequeño rayo de esperanza con él. En las noches, mientras mi madre pensaba que yo dormía, imaginaba mil y una formas de llevar a cabo mi propósito sin ser descubierto.

 

Una tarde, después de la escuela, me dirigí al pastizal detrás del edificio. Solía caminar solo hasta la escuela por su cercanía a mi casa, algo que aprendí a hacer después de practicar varias veces con mamá. Me metí en el pastizal, me quité los zapatos que quería regalarle al compañero descalzo, y seguí caminando hasta encontrar un pequeño pantano. Sumergí mis pies en el barro, llenando de lodo mis medias y casi mis pantalones cortos.

 

Lleno de lodo incluyendo las medias, llegué a casa y le expliqué a mi madre que había caminado por el bosque y caído en un pantano que parecía arena movediza. Había dejado atrás un rastro de mis pisadas de barro. En barro eres y en barro te convertirás, me habían leído cuando mas pequeño.

--Mami, no tuve tiempo de sacar los zapatos que quedaron atrapados en el fondo, por poco me ahogo…-- le explique de forma sosegada.

 

Había dejado los zapatos nuevos en un sitio estratégico del bosque, a metros de la escuela, para recogerlos y entregárselos al niño descalzo. Incluí también un par de medias nuevas entre mi mercancía contrabandeada.

 

Mi madre me creyó, aunque con cierto escepticismo, pero no dijo nada. Me compró un par de zapatos nuevos dos semanas después, mientras usaba unos viejos que había conseguido en el mercado de pulgas esa tarde.

 

Ahora, mis zapatos del mercado de pulgas eran los más viejos y feos del grupo de estudiantes. Sin embargo, eso me importaba muy poco, porque uno avanza mirando hacia adelante, no hacia lo que lleva en los pies.

 

Al día siguiente, después de las clases, le hice señas al niño descalzo que viniera conmigo. Llegamos a la entrada del bosque, donde le mostré los zapatos y medias que había dejado allí.

 

—¿Los quieres usar? —le pregunté—.

 

--Me los encontré aquí vagando por el bosque y nadie ha venido a reclamarlos--.

La mirada de asombro del niño fue indescriptible.

 

—Claro que sí, ¡qué maravilla! Gracias por pensar en mí —respondió.

 

Llevó esos zapatos con orgullo durante una semana, bajo la mirada curiosa de todos, que pensaban que había tenido una suerte increíble.

 

Me sentía honrado de verlo calzado. Era algo entre nosotros dos. Fuimos amigos, unidos por un acto de bondad que siempre recordaré.

 

Una semana después, invitaron a todos los padres a ver los dibujos del jardín de infancia. En esa etapa, trazábamos nuestras primeras letras de ma-me-mí y coloreábamos el mundo con inocencia. Mi madre llegó temprano, y también lo hizo la pobre madre desaliñada del niño descalzo, que ahora llevaba mis zapatos.

 

Qué lío el mío. Mi madre no les quitó la vista a los zapatos del niño, reconoció que eran los que ella había comprado al inicio del curso, pero no dijo nada. Solo me dio un beso en la cabeza y susurró:

—Eres un buen muchacho, nunca pierdas la esencia de la vida.

 

Esa frase sobre la esencia de la vida se grabó en mi corazón como un tatuaje invisible. Nunca la olvidé; sus palabras resonaron en mi mente cada vez que enfrenté un desafío o contemplé una decisión importante. Me recordaba la importancia de la bondad, la generosidad y la empatía, guiándome como una estrella luminosa en los momentos de oscuridad. Fue un recordatorio constante de que la verdadera riqueza no está en lo material, sino en los gestos simples y desinteresados que nos conectan con los demás.

 

Pasó una semana más de clases y pintura, y el niño que calzaba mis zapatos desapareció de mi vista. Nunca supe qué le ocurrió ni adónde fue. Sin embargo, en mi corazón albergaba la esperanza de que esos zapatos le hubieran durado una eternidad, acompañándolo en sus pasos hacia un futuro mejor.

 

* * *

una historia de titolugo@mmxxiv

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