Un boricua no cree en otro boricua

 


En el corazón de una isla pequeña, marcada por los siglos de una historia ajena, resuena una frase que parece hecha para calar profundo en el alma del pueblo: “un boricua no cree en otro boricua”. No es solo una frase cualquiera, sino un eco persistente que atraviesa generaciones, un murmullo constante en cada esquina, en cada rostro conocido. Lo que en otras tierras podría ser una afirmación trivial, aquí cobra una dimensión monstruosa, transformándose en la sombra inevitable que se cierne sobre toda acción, toda expectativa. Es como si la isla misma, al estar ceñida por el mar, también estuviera rodeada por una barrera invisible que impide la fe mutua entre sus propios hijos.

La figura del colonizado emerge aquí con la cabeza gacha, siempre sometida a la mirada de lo ajeno. Durante siglos, primero bajo el manto de España y luego bajo la sombra de Estados Unidos, el pueblo ha aprendido a desconfiar de lo suyo. La dependencia externa ha dejado una marca indeleble, una cicatriz en la conciencia colectiva que dicta que lo de fuera siempre es mejor, siempre más confiable. La voz de mando nunca ha sido la propia; siempre ha sido el susurro de una autoridad distante, omnipresente y a menudo incomprensible. Así, la semilla de la desconfianza germina no solo en el ámbito económico o político, sino en el mismo tejido social.

La competencia por los recursos escasos añade otra capa a esta sombría realidad. En una sociedad donde las oportunidades parecen pocas y las puertas están entreabiertas solo para unos cuantos, la carrera no es ya por un ideal común, sino por la supervivencia individual. Cada boricua se convierte en un potencial obstáculo, un rival a vencer, no un aliado con quien compartir el trayecto. La isla, tan estrecha en su geografía, se convierte en un campo de batalla invisible donde cada mirada es un espejo deformado, que refleja no solidaridad, sino la necesidad de superar al otro.

En medio de esta competición feroz, se cuela una autocrítica persistente, casi patológica. La isla se mira en el espejo y no ve su belleza natural, sus logros o su resiliencia. En su lugar, ve solo las grietas, los fracasos, los límites impuestos. La crítica se vuelve una segunda piel, un lenguaje común que resuena en cada conversación, como si el único destino posible fuera aquel dictado por las fuerzas externas, aquellas que siempre han tenido la última palabra.

Este escepticismo arraigado, esta falta de fe en lo propio, se refuerza también por una influencia cultural que ensalza lo extranjero y minimiza lo local. Lo que viene de fuera siempre parece brillar más, como si la luz de la isla misma fuera incapaz de iluminar sus propios talentos, sus propios logros. En lo profesional, en lo artístico, en lo científico, lo extranjero es sinónimo de prestigio; lo propio, una sombra que debe ocultarse o, peor aún, ser negada.

Así, la frase “un boricua no cree en otro boricua” no es simplemente una observación pasajera, sino un síntoma de una realidad más profunda y oscura, una que parece enraizarse en las fibras mismas de la identidad colectiva. La isla, atrapada en su geografía y su historia, se encuentra también atrapada en un ciclo de desconfianza que, como las olas que golpean su costa, parece eterno e ineludible.

*El autor es cirujano pediátrico y escritor...

 



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