Un Latido Compartido

 

Son las cuatro de la madrugada. Como un reloj puntual, la enfermera vuelve a pasar para tomar los signos vitales: presión, pulso, oximetría, temperatura, respiración. No has dormido casi nada, pero tampoco importa. Estás en una sala de cuidados intensivos después de un procedimiento quirúrgico que ha marcado un antes y un después en tu vida. Llegaste con una hemorragia en el cerebro, un dolor de cabeza agudo que parecía imposible de soportar, pero aún podías hablar, aún movías tus extremidades. Sin embargo, la urgencia era real.

Ayer, te llevaron de emergencia, te rasuraron la cabeza, y abrieron tu cráneo en una craneotomía, con la esperanza de liberar esa presión intracraneal que amenazaba con desbordar tus propios límites. El cerebro, esa masa frágil y suave, vive encerrado en una bóveda rígida que no permite fluctuaciones de presión. Un aumento en su interior, sea por un tumor, sangre o líquido, puede forzar al cerebro a buscar una salida. Y la única que tiene es mortal: el orificio por donde entra la médula espinal.

Tu familia lo sabe. Todos están a tu alrededor: tu pareja, tus hijos, tus seres más queridos. La vida cuelga de un hilo, pero ellos están todos aquí para recordarte lo importante que eres, para hacerte sentir amada, sin importar tu título o función en este mundo. El diagnóstico es claro: la elasticidad de tus arterias ha fallado. Una de ellas se rompió, y otras, dilatadas, amenazan con seguir el mismo camino. La espera es crítica. Tienes que recuperarte de esta primera cirugía antes de someterte a la siguiente, y entre cada respiro, parece que te asomas a los límites de la vida misma.

Mientras tanto, tu pareja cancela compromisos que otros considerarían ineludibles. Pero él sabe dónde tiene que estar. No al pie de un podio, sino al borde de tu cama, en medio de esta niebla densa que es un incierto. Su único objetivo es acompañarte, en la enfermedad o en la muerte, con la misma dedicación con la que, quizás, algún día cuidaría de una tierra enferma.

En la cama adyacente está la isla. Ella también comparte contigo en una unidad de intensivos. Abandonada, maltratada, administrada por manos que la han dejado desangrarse poco a poco. Como tú, su salud se deteriora por una negligencia que ha permitido que sus arterias sociales y económicas se rompan, una tras otra. Necesita a alguien que la cuide, que la acompañe en este proceso crítico, que se quede a su lado durante cada minuto de esta crisis, con la esperanza de que la recuperación sea posible.

El reloj avanza. La gente reza. Querernos y deseamos que tú te recuperes. Todos también estamos expectantes, esperando que la otra enferma, la isla, recupere su fuerza. Es cuestión de tiempo y de fe. El candidato, tu pareja, está donde tiene que estar: cuidando de los suyos, como cuidaría de una tierra en cruel abandono. Y no se esperaba menos.

*El autor es cirujano pediátrico y escritor.

 

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