Ay virgen!…
Desperté de un sueño espeso, de un abismo de sombras donde una congregación de almas boricuas emergía, una multitud despierta como hordas de hambre antigua. Eran rostros, manos, voces clamando al aire, pidiendo una verdad tan esquiva como la libertad misma. Querían que algo, por fin, rompiera el manto gris de su tierra; buscaban una integridad que no era más que un espejismo en los asuntos de Estado, una integridad desvanecida entre el humo de promesas y el polvo del desdén.
Los acompañaban aquellos que siempre intuyen la herida: artistas, pintores, poetas, cantantes, actores, los de manos limpias y manos gastadas, los simples y los humildes. Todos hartos, cansados como una mujer que conoce bien el peso de un golpe. Como la que espera, siempre, el puño inevitable de un amante brutal y luego, con la voz quebrada, se disculpa y vuelve a esa cadena de engaños, a esa relación rota donde la esperanza es una palabra sin cuerpo. Así se ha tejido el vínculo entre el gobierno y su pueblo, una relación enferma y dolorosa, perpetuada en la energía que se agota, en la educación que muere, en la salud quebradiza, en las carreteras, en el peaje, en la seguridad desvanecida. El engaño, la corrupción, los comentaristas de la política hueca, la indiferencia afilada, la codicia insaciable, el poder que se hincha en su soberbia: todos, todos son los pesos que aprietan el cuello del común, del pueblo sin voz.
Y ahora que este pueblo ha abierto los ojos, se escucha el lamento de aquellos que temen el cambio, los que aún se aferran al yugo. Hay miedo en los rincones de la colonia, en las sombras que aún susurran sobre el destino incierto de una tierra botín de guerra, territorio ajeno, donde un dueño lejano vigila y protege sus dominios. Y en medio de este despertar, algunos se ven arando la caña que deberán volver a sembrar, un machete oxidado en la mano, mientras pisan la tierra que siempre los traiciona. Otros, aquellos que han bebido de la isla hasta agotarla, partirán como sabandijas exangües, criaturas que devoran y abandonan sin más. Finalmente, habrá quien, sin saber, ha perdido su voto, robado por manos invisibles, atrapado en el juego insidioso de la Comisión Estatal de Elecciones, donde la duda es la única certeza, y las órdenes de arriba ordenan cambiar las reglas en el ocaso de una inminente derrota.
Pero yo, desde la última fibra de mi fe, creo en el cambio. Lo creo por mis hijos y los hijos de mis hijos, sí, pero también por nosotros, por los viejos de mañana, que aún merecen un Borinquen que respire en libertad y libre de mentiras.
*El autor es cirujano pediátrico y escritor.
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