El Banco de los Recuerdos Perdidos
El frío del otoño envolvía la ciudad mientras las hojas crujían bajo los pasos de aquellos que transitaban, ajenos a la poesía rota de las esquinas. Te habías sentado en un banco del parque, buscando un respiro, una pausa en la monotonía de los días que se suceden como un tren interminable. Fue entonces cuando apareció esa niña. Sus ojos grandes y oscuros te miraron apenas por un segundo, lo suficiente para que sintieras el golpe de su presencia.
Olía a abandono, a tristeza enquistada en los pliegues de su ropa desgastada. La incomodidad te recorrió como un escalofrío, y te levantaste casi de inmediato, alejándote unos pasos para ahuyentar el eco de su miseria. Pero, aun así, algo te obligó a volver la mirada, a observarla de reojo. Algo en la curva de sus mejillas hundidas, en el temblor de sus manos, en la forma en que abrazaba sus rodillas con resignación, te resultó familiar.
Y entonces, la epifanía te golpeó como una bofetada de aire helado: esa niña eras tú.
No era una niña cualquiera. Era la imagen viva de tus propios recuerdos, una versión más joven de ti misma, perdida en un tiempo donde la carencia era tu única certeza. La niña seguía allí, sentada, ignorante del tumulto que había desatado en tu mente. Te observaste a ti misma desde afuera, intentando comprender cómo habías llegado a olvidar. ¿Cómo habías permitido que el espejo de la vida te mostrara su rostro sin reconocerte?
El día antes de Acción de Gracias, ese ritual de opulencia disfrazado de gratitud, regresaste al parque. Mientras los escaparates brillaban con luces cálidas y los olores de las comidas festivas llenaban el aire, tú solo querías encontrar a la niña. La buscaste con un deseo febril, como si de alguna manera encontrarla pudiera reparar algo roto dentro de ti.
Pero ella no estaba.
El banco estaba vacío, y un viento frío lo atravesaba como un espectro. Era un vacío que te envolvía, que resonaba con una verdad incómoda: esa niña no era más que el reflejo de lo que habías intentado enterrar. El hambre, la soledad, la desesperanza. Todo lo que habías aprendido a ignorar mientras la vida te llevaba por caminos más cómodos.
Esa noche, en medio de una mesa llena de rostros sonrientes y platos rebosantes, sentiste su ausencia como un puño en el estómago. La niña no necesitaba pavo ni fotos; necesitaba que recordaras quién eras. Que fueras capaz de mirar atrás con compasión, no con vergüenza.
Así, mientras el bullicio festivo envolvía a los demás, tú prometiste algo: nunca volverías a moverte de un banco al oler la desgracia. Porque ahora sabías que la desgracia tiene un rostro, y a veces, ese rostro es el tuyo.
*El autor es cirujano pediátrico y escritor.
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