El Laberinto Kafkiano de la Confianza en la Política

 


En un país donde la política debería ser el reflejo más puro del esfuerzo y la excelencia, una sombra inquietante se cierne sobre las decisiones gubernamentales: la selección de líderes y puestos de confianza fundamentada más en relaciones personales que en el mérito. Este fenómeno, que bien podría haber sido extraído de las páginas de un relato kafkiano, erosiona las bases mismas del progreso político. Las instituciones, antaño bastiones de justicia y razón, a menudo ceden al influjo de la amistad, la necesidad y, en ocasiones, el servilismo, a la hora de determinar quién ocupará las posiciones de liderazgo en la administración pública.

El método de confianza se convierte en una suerte de teatro, donde las decisiones se deciden tras bambalinas y donde el líder, en un acto previsible, extiende su mano no al más capacitado, sino al conocido, al fiel, al complaciente. Esto crea un entorno en el que la mediocridad se afianza y la verdadera competencia es desplazada, arrojada a un rincón donde los ecos de los logros y el trabajo incansable se desvanecen en un silencio incómodo. El gobierno, ese espacio que debería vibrar con la pulsación de mentes brillantes y con la ebullición de ideas transformadoras, se ve a menudo coartado por un entramado de decisiones basadas en lazos personales y no en las credenciales profesionales.

El daño que inflige este sistema no es menor. Los servidores públicos distinguidos, aquellos que han dedicado su vida al bienestar común, la planificación estratégica y la implementación de políticas efectivas, ven truncadas sus aspiraciones de contribuir desde posiciones estratégicas. Estos profesionales, cuyos currículos resplandecen con años de experiencia y logros, son ignorados porque no cumplen con el requisito tácito de la “confianza”. La meritocracia, ese principio que debería ser el cimiento de la selección política, se encuentra postergada, despojada de su lugar legítimo.

Las grandes instituciones gubernamentales deben abandonar este pernicioso método y abrazar la meritocracia como el único camino hacia la excelencia. La perpetuación de la confianza como criterio principal de elección tiene consecuencias nefastas: se frenan los avances en la administración pública, se estancan los proyectos de desarrollo y se inhibe el crecimiento de un entorno político que fomente la innovación y la participación ciudadana. El progreso y la justicia social se escapan entre los dedos de quienes deberían liderar, y la sociedad en su conjunto paga el precio.

Ver cómo un servidor público forja, durante más de cuarenta años, una trayectoria intachable, y, sin embargo, permanece invisible a los ojos de las instituciones que deberían reconocerle, es un trago amargo que pocos comprenden. No se trata de un grito de auto-complacencia, sino de una observación dolorosa de una realidad que traiciona los principios de la democracia misma. ¿Cómo no pensar en Kafka, en sus personajes atrapados en laberintos burocráticos y absurdos, cuando se observa cómo las instituciones que deberían ser faros de objetividad y equidad operan bajo reglas que traicionan su esencia?

La meritocracia no es una opción, es una urgencia. Solo con ella las instituciones políticas podrán restaurar la justicia en su seno y asegurar que las mentes más preparadas y brillantes tomen las riendas, guiando el destino del gobierno hacia un futuro de verdadero progreso. Sin ella, seguirán perdidas en un mar de decisiones caprichosas y el potencial de un gobierno justo quedará siempre a medio desplegar.

*El autor es cirujano pediátrico y escritor.

 



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