El Miedo a Ser Claro

 

 
Desde principios de noviembre, el sol, antaño un vigilante constante y predecible, se ha vuelto un espectro esquivo. En su ausencia, los días grises se han sucedido con un ritmo opresivo, apenas interrumpido por lluvias intermitentes que parecen lavar el ánimo colectivo sin llevarse consigo la sombra de los últimos meses. En las plazas, el murmullo de la protesta resuena como un eco de algo que alguna vez fue poderoso, ahora diluido en consignas repetidas y rostros endurecidos por la resignación. La llegada de un nuevo gobierno no ha traído luz ni claridad; más bien, parece un telón que cubre viejas estructuras con un barniz apenas perceptible de novedad.

La maquinaria del poder se ha reconfigurado para parecer otra cosa, pero su esencia permanece inmutable. Como un engranaje ineficiente, el sistema judicial, legislativo y ejecutivo se han fusionado en una única entidad amorfa. Las caras familiares aparecen una y otra vez en los despachos y las conferencias, como si el pasado se rehusara a soltar su férrea garra sobre el presente. Algunas nuevas figuras irrumpen tímidamente en el escenario, pero su impacto es efímero, como sombras que se disuelven al primer contacto con la luz artificial.

Mientras tanto, las mayorías dictan y las minorías parecen existir únicamente para sembrar confusión, un juego de roles perfectamente ensayado que mantiene el caos bajo un control aparente. Sin embargo, la tensión es palpable, una cuerda que se tensa cada vez más sin romperse. El final del año trajo consigo una crisis energética que muchos habían predicho, pero pocos esperaban enfrentar con tanta crudeza. La electricidad, ese elemento que define el ritmo de la vida moderna, se convirtió en una moneda de cambio en un juego cruel donde el dinero dicta las reglas.

En los techos, las placas solares florecen como una promesa de independencia, pero también como un preludio de futuros problemas. El pueblo, desesperado por soluciones inmediatas, se ha endeudado adquiriendo sistemas de energía renovable. La ironía es densa: en diez años, las baterías de litio y los desechos de estos sistemas formarán montañas tan imposibles de escalar como la factura actual de la electricidad. Aquellos que no puedan permitirse la transición quedarán atrapados en una red de costos crecientes, pagando por los robos de energía y por un sistema que se niega a cambiar.

La junta fiscal, ese ente omnipresente pero intangible, sigue reclamando su tributo, drenando recursos para mantener un equilibrio que nunca llega. Los salarios astronómicos de sus miembros son un recordatorio constante de que la estabilidad es un privilegio reservado para unos pocos. En cada decisión, lo que un lado construye, el otro lo deshace con precisión quirúrgica.

Y así, bajo este cielo opresivo, el miedo a ser claro se ha convertido en la regla. El liderazgo, más preocupado por la evasión que por la acción, deja claro que no hay responsabilidad ni compromiso más allá de lo estrictamente necesario. En este teatro absurdo, donde todo parece moverse pero nada avanza, la claridad es un lujo que nadie está dispuesto a permitirse.

Atentamente,

El miedo a ser claro.

 



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