ILUSIONES BAJO LA LLUVIA
En las redes sociales, el teatro era evidente. Los "amigos" de un año muerto, aquellos fantasmas que nunca se dejaban ver, aparecían de pronto, disfrazados de recuerdos felices. Las fotos de mesas repletas, los abrazos forzados, los árboles decorados con exageración: todo un caparazón de apariencias brillando bajo un árbol seco.
Y entre esos reflejos falsos, estaban los artistas, roedores del espectáculo, devorando aplausos que sabían a cartón. Los políticos no se quedaban atrás. Usaban las luces de Navidad como un velo para esconder sus sombras, publicando mensajes vacíos sobre esperanza y unidad, mientras sus manos seguían hilando las cadenas que amarraban a todos.
Pero el pueblo lo sabía. Sabían que, detrás de las máscaras, había un vacío. Sin embargo, jugar el juego era más fácil que enfrentarlo. Todos eran héroes de algo, aunque ese "algo" no fuera más que una habichuela sancochada que, en sus manos, parecía oro, pero se deshacía en agua tibia.
La víspera de Reyes llegó con una lluvia implacable. El agua caía como si el cielo quisiera borrar todo rastro del año anterior. Las cunetas se llenaron rápidamente, y la grama, saturada, comenzó a soltarse de sus raíces.
Los niños, con la inocencia que aún les quedaba, salieron corriendo bajo la lluvia, armados con rastrillos y cubos. Sabían que tenían una misión importante: recoger el pasto para los camellos mágicos.
—¡Este está bueno! —gritó un niño, levantando un manojo de grama empapada.
—¡Mira este! Está más verde —respondió otro, mientras apartaba el agua de sus ojos.
Volvieron a casa con las manos llenas y las rodillas embarradas. Sus madres los recibieron con toallas para secar el pasto, transformándolo en un tesoro que luego colocaron cuidadosamente bajo las camas.
—¿Crees que los Reyes lo vean? —preguntó un niño, mirando a su madre con ojos ansiosos.
—Claro que sí. Ellos siempre ven lo que hacemos con amor.
Pero esa noche, mientras los niños dormían, soñando con regalos y magia, los padres estaban despiertos, enfrentándose a la realidad. Las cuentas de luz, agua y comida habían dejado sus bolsillos vacíos. La ilusión de los Reyes era un lujo que no podían permitirse.
Al amanecer, las casas se llenaron de silencios incómodos. Algunos niños encontraron pequeños juguetes, pero muchos no encontraron nada. Sus miradas desconcertadas buscaban respuestas en los ojos de sus padres, pero estos evitaban el contacto.
—Tal vez… los camellos estaban cansados este año —murmuraban, tratando de consolar a sus hijos.
Otros, en cambio, se dirigieron a la oficina del gobernador. Como cada año, él se convertía en un Rey Mago improvisado, repartiendo juguetes baratos a los niños que no habían recibido nada. Desde su trono temporal, entregaba una trapo de bola o un carrito de plástico, mientras las cámaras capturaban cada gesto para las noticias locales.
—Ahí está el gobernador, siempre tan generoso —decían algunos, sin darse cuenta de que, tras bastidores, seguía legislando para perpetuar la cadena de dependencia.
Pero nunca eran libros los regalos que ofrecía. Los libros eran peligrosos. Podían abrir mentes, despertar preguntas, y eso era algo que no podían permitirse.
En medio de esta desdicha, había quienes buscaban formas menos convencionales de escapar.
En una de esas casas, un padre observaba el pasto que sus hijos habían recolectado con tanto esmero.
—Tal vez… —murmuró, mientras tomaba un puñado con cuidado.
Esa noche, esperó a que todos estuvieran dormidos antes de salir de la casa. Envolvió el pasto en una bolsa plástica y tocó la puerta de su vecino, un hombre conocido por su afición a "experimentar".
—Esto es una cepa africana —dijo, con una sonrisa que escondía su mentira—. Arrebata como el viento en la sabana.
El vecino, crédulo y aburrido de su rutina, entregó el poco dinero que tenía a cambio de la supuesta maravilla. Encendió el "tesoro" esa misma noche, esperando un viaje que lo apartara de la monotonía. Pero lo único que encontró fue el sabor amargo de un engaño.
—¡Me vendiste verdolaga! —gritó al día siguiente, golpeando la puerta del estafador.
La discusión subió de tono rápidamente, y los gritos resonaron en todo el vecindario. Pero en medio del escándalo, nadie pensó en los Reyes Magos, que al llegar a esa casa encontraron que el alimento de sus camellos había desaparecido.
Sin pasto, no hubo magia esa noche. Y sin magia, no hubo regalos. Ni siquiera una trapo de bola. La ilusión, como todo lo demás, también tenía límites.
La lluvia continuó durante días, dejando al pueblo en un estado de letargo. Los niños seguían jugando en los charcos, ajenos a las preocupaciones de los adultos. Pero entre los mayores, el peso de la pobreza se hacía más evidente con cada día que pasaba.
En las calles, los vecinos discutían sobre todo y sobre nada, buscando culpables para sus desgracias. Algunos señalaban al gobernador, otros al clima, y unos pocos, a sí mismos. Pero la verdad era que todos estaban atrapados en un ciclo que parecía no tener fin.
Y en ese ciclo, los Reyes Magos se convirtieron en un símbolo vacío, una tradición que había perdido su magia.
Pero en una pequeña casa, al final de una calle embarrada, algo diferente estaba ocurriendo. Un niño, al no encontrar regalos bajo el árbol, había decidido crear su propia magia.
Con hojas de un cuaderno viejo y pedazos de cartón, comenzó a construir pequeños juguetes para sus hermanos menores.
Sus manos trabajaban con rapidez, transformando lo que otros veían como basura en algo lleno de vida.
—Mira, es un camello —dijo, mostrando su creación a su hermano menor.
—¿De verdad? Parece de verdad… —respondió el pequeño, con los ojos brillantes.
Esa noche, mientras la lluvia seguía cayendo, los niños se sentaron juntos en el suelo de su casa, jugando con los juguetes hechos a mano. Para ellos, la magia había regresado, no a través de regalos caros o promesas vacías, sino a través de la creatividad y el amor.
—titolugo©2025—
NOTA: Cuento de un libro de cuentos próximo a crearse titulado "Sicosis de Escritor"...
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