Un Milagro de Reyes…1984
Un Milagro de Reyes…1984
Tito Lugo MD*
En la quietud de una Navidad llena de guardias interminables y quirófanos iluminados por luces frías, llegó a nuestras manos Aeropajita, una anciana de noventa y nueve años que, a pesar de su edad avanzada, caminaba por el mundo con una dulzura inquebrantable. Sus ojos amarillos, como el oro viejo, reflejaban una vida de batallas silenciosas, pero su espíritu era un faro de luz. Decía entre risas que los médicos éramos “matasanos con batas sucias”, y cada día, con voz tierna pero firme, pedía que tratáramos sus “piezas” con cuidado:
"—Porque ya no se fabrican, doctorcito—", decía con esa chispa que hacía que todos en el hospital se rindieran a su encanto.
La cirugía que emprendimos era necesaria pero arriesgada. El bisturí avanzó por su piel frágil, y con él, nuestros temores crecían. Su corazón, que llevaba casi un siglo latiendo, decidió detenerse justo cuando terminábamos la operación. Durante veinte largos minutos luchamos contra lo inevitable. Finalmente, con el reloj marcando las diez y cuarto, la declaramos muerta. En silencio, trasladamos su cuerpo, ahora cubierto con una sábana gris, a la morgue.
Cinco días después, en pleno inicio del año 1984, mientras la sala de autopsias se llenaba de murmullos, sucedió lo inimaginable. La anciana, cuya vida habíamos dado por concluida, se levantó lentamente de la mesa metálica. Movió una pierna, luego el torso, y pidió agua con una voz tan clara como un amanecer. Dos personas se desmayaron al verla renacer. Para nosotros, ella era un milagro; para Aeropajita, una oportunidad.
Cuando fue dada de alta días después, llevaba consigo el drenaje que habíamos colocado en su cuerpo. No dejó que su fragilidad la detuviera. Con un cubo lleno de agua y detergente, caminó hasta el cementerio el mismo seis de enero. Allí, entre flores silvestres, limpió la lápida de su amado Rigoberto, el hombre que había perdido hacía cuarenta años. Miró el espacio vacío bajo su nombre y, con manos temblorosas pero decididas, dejó su promesa cumplida.
Días más tarde, cuando regresó a la clínica para que le retiráramos el drenaje, me lo contó. Había rezado en la tumba de Rigoberto, agradeciendo los días adicionales que la vida le había regalado. Mientras hablaba, su rostro irradiaba paz. Sin embargo, al mirarla, sentí que se despedía.
Antes de que terminaran las octavitas, Aeropajita partió nuevamente, esta vez para siempre. Su habitación amaneció inundada de un aroma a rosas. La encontraron con una sonrisa serena en los labios y una rosa en sus manos, como si el amor que la había devuelto a la vida la hubiera reclamado.
En ese momento comprendí que la medicina puede sanar cuerpos, pero es el amor el que trasciende la muerte. Aeropajita cumplió su última misión, y su historia quedó grabada como un regalo de Reyes: un recordatorio de que incluso al borde de la eternidad, los lazos del corazón nunca se rompen.
*El autor es cirujano pediátrico y escritor.
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