De los Zares Romanov a los Zares Coloniales: Una Historia de Términos Mal Usados
En la Rusia imperial, el título de “Zar” evocaba poder absoluto. Desde Iván el Terrible hasta Nicolás II, el zarismo representó la concentración del poder en una sola figura, sin fiscalización ni contrapesos. Los zares gobernaban por derecho divino, desconectados de las masas, rodeados de opulencia y protegidos por ejércitos leales más que por instituciones democráticas. Su incapacidad para reformar el Estado, escuchar al pueblo o adaptarse a los cambios del siglo XX llevó al colapso del régimen, al levantamiento bolchevique de 1917 y al fin de una dinastía que parecía invulnerable.
Curiosamente, la decadencia del zarismo no fue solo política: también fue biológica. El heredero al trono, Alexei Romanov, padecía de hemofilia, una enfermedad genética ligada al cromosoma X que impide la coagulación normal de la sangre. Esta vulnerabilidad del cuerpo imperial —silenciada por años— obligó al zar y la zarina a confiar en figuras místicas como Rasputín, desplazando a médicos e instituciones. La enfermedad de un niño minó la estabilidad de un imperio. En ese espejo histórico, Puerto Rico también arrastra sus propias “hemofilias institucionales”: servicios que no coagulan, estructuras que sangran recursos y liderazgos que, en lugar de fortalecer el sistema, buscan hechiceros nuevos con títulos rimbombantes. El remedio simbólico —nombrar un “zar”— no sana la hemorragia, solo la disfraza.
Hoy, más de un siglo después y a miles de kilómetros de distancia, Puerto Rico ha comenzado a nombrar sus propios “zares”. La gobernadora ha designado “zares” para energía, agua y, próximamente, educación. El uso de este término —traído de una tradición autoritaria, centralista y fallida— resulta, por decir lo menos, históricamente inapropiado y conceptualmente absurdo.
Desde el punto de vista lógico, ¿por qué crear figuras paralelas a las agencias que ya existen? Tenemos un Departamento de Educación, una Autoridad de Acueductos y una Oficina de Energía. Si estas instituciones no funcionan, lo que se requiere es reformarlas, fiscalizarlas o reemplazar sus liderazgos, no añadir un nuevo título nobiliario con funciones ambiguas. El pueblo no necesita “zares”; necesita soluciones concretas, operativas y fiscalizadas.
Desde la óptica histórica, la designación de “zares” en una colonia endeudada y supervisada por una Junta de Control Fiscal —impotente y desacreditada— no solo es una ironía, es un mal presagio. Si algo enseñó la historia rusa es que los zares no salvaron al imperio: lo hundieron. Imponer figuras de autoridad por encima de la institucionalidad debilita la confianza ciudadana, genera duplicidad de funciones y abre puertas a la opacidad administrativa.
En cuanto a la percepción pública, usar el término “zar” sugiere centralismo, poder sin fiscalización y decisiones impuestas. No es un apodo simpático: es un recordatorio de jerarquía sin democracia. El pueblo percibe, con razón, que estos nombramientos representan una forma de pagar dos veces por el mismo servicio: seguimos costeando las agencias públicas ineficientes, pero ahora también pagamos los salarios, oficinas y asesores de los nuevos “zares”, sin que medie elección ni transparencia.
Todo esto ocurre mientras el país sigue técnicamente en quiebra, bajo la supervisión de una Junta castrada que no ha logrado reestructurar los servicios esenciales ni el contrato social. Aguardamos nombramientos inciertos, en un sistema político deslegitimado, apostando a que un “zar” nombrado a dedo corrija décadas de inercia institucional.
¿Es esta la forma más lógica, histórica o democrática de enfrentar la crisis? ¿O estamos perpetuando la ilusión de gobierno a través de figuras decorativas y títulos reciclados?
La historia no perdona el uso trivial de sus símbolos. En Puerto Rico, los ecos del zarismo no evocan salvación, sino desconexión, despotismo y decadencia.
*El autor es cirujano pediátrico, catedrático y escritor. Citas (787) 340-1868.
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