El zapato de cristal de Bad Bunny
En los cuentos clásicos, Cinderella se convierte en símbolo del ascenso inesperado, de la transformación súbita, del reconocimiento de un valor escondido bajo las cenizas de lo cotidiano. La protagonista, sometida por años a una vida de servidumbre, recibe la ayuda mágica de un hada madrina, asiste al baile real, y pierde un zapato de cristal que —como por arte de destino— se convierte en el objeto que revela su verdadera identidad.
A primera vista, comparar esta narrativa con la historia de Bad Bunny parecería un juego literario osado. Pero al examinar el ascenso de Benito Antonio Martínez Ocasio, se revela una estructura simbólica que bien podría leerse como una versión contemporánea del cuento de hadas… solo que sin hadas, sin príncipes, y sin necesidad de ser rescatado.
Bad Bunny no nació en un palacio ni vivió entre alfombras rojas. Nació en Vega Baja, Puerto Rico, en un hogar común, y trabajó empacando compras en un supermercado. En lugar de una calabaza convertida en carroza, tuvo un micrófono, un celular y una cuenta de SoundCloud. En vez de un vestido de gala, usó faldas, uñas largas, y ropa que desafiaba las normas de género, el gusto establecido y la estética del reguetón tradicional. Nadie lo vistió para el baile: él llegó vestido como le dio la gana.
Aquí entra el verdadero paralelismo con Cinderella. En el cuento, lo que convierte a la joven en inolvidable no es solo su belleza ni su fugaz presencia en el baile, sino el detalle inesperado que deja atrás: un zapato que solo a ella le pertenece. Una prueba de lo auténtico, de lo singular. En el caso de Bad Bunny, ese "zapato" no fue de cristal, sino una habilidad innata y no replicable: una voz grave y áspera, letras crudas, un sentido agudo del ritmo social, y una forma de decir las cosas que resulta tan cercana como disruptiva.
Su zapato de cristal fue su autenticidad sin filtros, su negativa a disfrazarse para agradar, su decisión de hablar como habla su barrio, de cantar como le nace, de nombrar lo que incomoda. Mientras otros esperaban una invitación al palacio, él irrumpió en él con sandalias playeras y flow caribeño. No pidió permiso. No necesitó magia. No se sometió a ninguna fórmula. El mundo, sin darse cuenta, estaba ya buscando a alguien como él.
Al igual que en el cuento, hubo quienes intentaron calzar su zapato: imitadores, estrategas, mercaderes de imagen. Pero no les entró. Porque ese zapato fue hecho a la medida de alguien que nunca buscó encajar. La industria, acostumbrada a moldear artistas para ajustarlos al gusto del mercado, tuvo que adaptarse a él, no al revés.
Hoy, cuando Bad Bunny llena estadios en todo el planeta, rompe récords de escuchas, y redefine lo que significa ser artista latino en el siglo XXI, no lo hace porque una figura poderosa lo eligió. Lo hace porque creó su camino con un paso firme, con ese zapato de cristal que él mismo construyó a golpes de creatividad, atrevimiento y honestidad emocional.
Al igual que Cinderella, también representa algo colectivo. Ella encarnaba el sueño de quienes esperaban una redención mágica. Bad Bunny representa el grito de quienes no quieren redención, sino reconocimiento: jóvenes de los márgenes, voces queer, caribeños invisibles para el mainstream, trabajadores, mujeres, disidentes. Para todos ellos, él no es el príncipe ni la princesa. Es la prueba de que el baile puede ser nuestro si bailamos como queremos.
Su historia no pide que lo busquen por lo que dejó atrás, sino que lo sigan por el camino que abrió. Y eso, en tiempos de artificios, es quizás el zapato de cristal más valioso de todos.
*El autor es cirujano pediátrico, catedrático y escritor. Cel (787) 340-1868.
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