UNA SEMANA QUE PROMETE

 


UNA SEMANA QUE PROMETE
Por Tito Lugo MD@2025
 
Hay semanas que parecen escritas por un dramaturgo con exceso de café y cinismo. Mientras en los quirófanos me debatía contra dos tumores sólidos en niños, un quiste que abrazaba el hígado entero como si quisiera reclamarlo de por vida, y un cáncer tiroideo con la dureza de piedra en una adolescente cuyo padre, aunque no indocumentado, tampoco podía probar lo contrario, la isla afuera se descuartizaba en mil episodios dignos de un carnaval grotesco.
 
En las pantallas, las peleas televisadas entre figuras públicas sustituían cualquier campeonato de boxeo. Una chef, víctima de los caprichos eléctricos de una compañía privada, destrozaba platos en su propio restaurante, como si el acto pudiera devolverle la inversión perdida en equipos carísimos que se apagaban y encendían al ritmo de los voltajes erráticos. El huracán que pasó dos islas de distancia fue la excusa perfecta: sin tocar tierra, dejó a cientos de miles sin luz y a otros tantos sin agua. ¡Un prodigio de la modernidad! Que un soplo lejano pueda colapsar la infraestructura de un país que insiste en llamarse civilizado.
 
Pero el absurdo siempre encuentra un techo más alto. Una muchacha de dieciséis años fue asesinada con nueve puñaladas, sin imaginar que dos neumotórax bilaterales se podían resolver con la humildad de una pluma vacía. Murió no solo por la violencia de su agresora, sino por la ignorancia colectiva que nunca supo detener el aire que se escapaba de sus pulmones. La medicina estaba allí, a mano; lo que faltaba era la voluntad de usarla.
 
En paralelo, un planificador de bodas —sí, bodas— fue elegido para la posición de desarrollo más importante desde Teodoro Moscoso. Sus credenciales caben en una tarjeta de cuatro por seis pulgadas, y todavía sobra espacio para garabatear una receta de cocina. Nada mal para dirigir el futuro de un país con puentes, carreteras y escuelas a medio caer.
 
La farsa alcanzó un clímax digno de teatro griego con una senadora motociclista que asistió al funeral de la joven asesinada solo para fotografiar su cadáver en el ataúd. La familia la expulsó exigiéndole borrar las imágenes, y ella, como buena funcionaria del nuevo orden, lo negó todo con la solemnidad de quien cree que la mentira todavía sorprende.
 
Y por si el guion necesitaba más pólvora, aparecieron denuncias de violencia en el círculo íntimo del poder: un miembro del chat que ya nos había regalado un gobernador se descubría golpeando a una senadora. El colofón: la mandataria, en plena conferencia de prensa, se abalanzó contra un periodista como si la democracia se defendiera a manotazos.
 
Expertos en violencia —que abundan en teoría, pero escasean en resultados— coinciden: lo que vivimos es una enfermedad social. Una fiebre que se siente en la forma en actuamos y conducimos, en la falta de vigilancia, en la certeza de que estamos solos en medio del caos.
 
Así que la pregunta se impone: ¿cómo seguir aquí sin volverse piedra o pólvora? Tal vez el que logre sobrevivir a todo esto merece un diploma de resistencia. El resto, mejor que huya pronto, antes de que comencemos a dispararnos con lo primero que encontremos en el camino.
 
*El autor es cirujano pediátrico, escritor y catedrático que esta tratando de decidir si que se queda o se va...

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