La flor en las ruinas…
En el espacio sereno del cielo, donde las nubes parecían bibliotecas flotantes y el aire guardaba ecos de palabras antiguas, el profesor Rafael Añeses de la Rosa se encontró con un recién llegado.
Charlie Kirk.
Ambos se miraron, extraños al principio, como dos generaciones disimilares enfrentadas en un aula invisible.
—El lenguaje es semilla, muchacho —dijo Añeses con su voz grave y su postura recta, como si estuviera de nuevo frente a un pizarrón—. Puede florecer en esperanza o marchitar la vida si lo usas mal.
Kirk frunció el ceño, acostumbrado a batallas terrenales más que a reflexiones eternas.
—El lenguaje también es arma, profesor. Con él se conquista, se defiende una visión del mundo. Las masas necesitan fuerza, no dulzura.
Añeses lo observó con sus ojos cansados y penetrantes.
—¿Fuerza sin compasión? ¿Conquista sin comprensión? Te lo digo como quien ha enseñado a jóvenes a no matar la flor de la esperanza aun cuando todo lo que quede sean ruinas. El límite elástico de la vida se quiebra cuando olvidamos que detrás de cada idea hay personas.
Kirk bajó la vista un instante.
Allí, en ese cielo de silencio, las palabras del maestro pesaban más que cualquier discurso en la tierra.
—¿Y si la esperanza es ingenua? —preguntó Kirk casi en un murmullo.
—No lo es —respondió Añeses, y su voz se volvió viento suave—. La esperanza es lo único que mantiene erguido al hombre cuando todo lo demás se derrumba. Tú eliges si quieres ser arquitecto de puentes o sembrador de abismos.
El cielo quedó quieto, como si aguardara la respuesta.
Las estrellas parecían libros abiertos, y el silencio del más allá se quebró solo con las voces de los dos hombres.
Añeses: —Te escucho hablar de lucha, de conquista… ¿pero qué haces con los frágiles, con los que no tienen voz?
Kirk: —La historia nunca la escribieron los frágiles, profesor. El poder lo ejercen quienes saben imponerse. La sociedad necesita guías firmes, no lamentos.
Añeses: —Error. La literatura me enseñó que hasta el lamento tiene fuerza. Un verso, una plegaria, una simple línea escrita en medio del dolor puede sostener generaciones. No subestimes lo pequeño.
Kirk (cruzando los brazos): —Pero los libros no llenan estómagos ni defienden fronteras. La acción es lo que importa.
Añeses: —Los libros alimentan el alma, que es más hambrienta que el cuerpo. Y las fronteras, créeme, no solo son de tierra. También hay fronteras de odio, de prejuicio, de ignorancia. Y esas no se derriban con ejércitos, sino con ideas nobles.
Kirk (inquieto): —¿Nobles? El mundo está demasiado dividido para nobles intenciones. La gente quiere certezas, no poesía.
Añeses (enderezándose, con su gabán como armadura): —La poesía es la certeza más antigua, joven. Sin metáforas no hay memoria, y sin memoria no hay futuro. Tú quieres encender multitudes con discursos… Yo prefiero encender conciencias con palabras que no destruyan, sino que construyan.
Kirk: —¿Entonces cree que estoy equivocado?
Añeses: —No, creo que estás incompleto. Has aprendido a gritar, pero no a escuchar. Has aprendido a defender, pero no a cuidar. Recuerda esto: la esperanza es la última biblioteca que arde cuando el mundo se convierte en ceniza.
Kirk quedó en silencio.
El cielo, expectante, parecía inclinarse hacia el maestro enjuto y de patillas largas. Añeses, con voz pausada, concluyó:
Añeses: —Aquí arriba no se trata de quién tuvo razón en la tierra, sino de cuánto amor sembró. Y el amor siempre es un límite elástico: se estira, se hiere, pero nunca debería romperse.
Kirk permanecía callado, con la mirada perdida en aquel horizonte sin suelo ni techo. Sus argumentos, que en la tierra solían ser espadas, ahora parecían frágiles hojas agitadas por un viento de sabiduría.
El profesor Añeses, con lentitud solemne, metió la mano en el interior de su gabán.
No sacó un arma ni un pergamino político, sino un libro pequeño, de tapas gastadas, que olía a tinta y memoria. En la portada apenas se leía:
Esperanza…
Lo sostuvo en alto, como quien ofrece pan a un hambriento.
—Toma —dijo con voz serena—. Este es el único libro que nunca se agota. No pertenece a mí, ni a ti, ni a ningún partido ni nación. Pertenece a la humanidad.
Kirk dudó, pero extendió la mano. Cuando sus dedos rozaron el tomo, del libro brotó una flor blanca, luminosa, que no se marchitaba.
Añeses sonrió apenas, mostrando la imperfección de sus dientes.
—Nunca mates la flor dela esperanza, aunque todo a tu alrededor sean ruinas.
El cielo entero se iluminó con aquel resplandor sencillo, y por un instante el silencio eterno se volvió canto.
* * *
Nota del autor:
En el Colegio San José de los años setenta, el profesor Rafael Añeses de la Rosa no era simplemente un maestro de literatura y español: era un guardián de conciencia. Con su porte serio, su gabán y su rectitud al hablar, enseñaba a los jóvenes a no perderse en la vorágine de la adolescencia. No solo analizaba textos, también formaba carácter. En sus clases se aprendía que los libros podían ser refugio y brújula, que la vida tenía límites pero también elasticidades, y que la esperanza era un bien tan frágil como imprescindible. Para muchos estudiantes de aquella época, Añeses fue la voz que marcó con disciplina y ternura el tránsito hacia la madurez.
Yo fui uno de esos estudiantes.
En las aulas del Colegio San José de los años setenta, bajo la sombra de su gabán y la firmeza de su mirada, aprendí que la literatura podía salvar del caos y que la esperanza no debía morir, aun en medio de las ruinas. El profesor Añeses no solo me enseñó a leer y a escribir: me enseñó a pensar, a mantener la cordura y a mirar a los demás con respeto. Su figura enjuta y seria quedó grabada en mi memoria como la de un verdadero maestro, de esos que no se olvidan porque marcan una vida entera…
—titolugo©2025
CSJ72
Comentarios
Publicar un comentario