Mami, ¿Qué Hago?


 

Nadie nace con once puñaladas dentro.

Tampoco se improvisa el camino hacia un acto irreversible.

Pero aquella tarde, en un rincón de la ciudad que ya no puede llamarse inocente, ella cayó al suelo con los ojos abiertos, mirando un punto fijo en el que nunca creyó que acabaría su historia.

Lo demás fue oscuridad.

El objeto punzante —ni siquiera un arma formal, sino algo improvisado, cotidiano, doméstico, sucio — atravesó su cuerpo once veces.

Entre todas, una sola entró directo, a través del ápice del corazón después de perforar el pulmón izquierdo.

Profunda, atajo piel, tejido subcutáneo, musculo intercostal, pleura, pericardio hasta llegar al órgano del amor.

El corazón, ese vértice que late primero cuando nacemos, ese mismo rincón que responde al amor antes que al lenguaje.

Fue un crimen sin poesía. Pero fue también una metáfora brutal. Se asesinó el amor en el órgano que lo simboliza. No solo murió una joven; murió algo más profundo, más colectivo.

Cuando la niña cayó —aún respirando, aún sin saber que todo estaba dicho—, La otra niña, si, aquella que cometió el crimen, se dio vuelta hacia su madre. No hacia la justicia, ni hacia su conciencia. Hacia la mujer que le había puesto el arma en la mano, o la idea en la cabeza.

Mami, ¿qué hago? —preguntó, como si la historia pudiera deshacerse en voz alta.

Esa pregunta, seca y absurda, ya pertenece al registro público.

Lo demás lo sabemos.

Recogieron los desechos los paramédicos, confirmaron su muerte los forenses, lo repitieron los titulares. Pero lo esencial no está en las páginas judiciales ni en los periódicos. Está en el eco de esa frase, la última antes de que todo se volviera irreversible.

Ella no murió de una sola puñalada.

Murió del contexto. De la madre que no corrigió sino que empujó. Murió de una cultura que normaliza odios silenciosos, que justifica conductas violentas como reacciones emocionales. Murió por la falta de límites, por la ausencia de redención entre niñas criadas con rabia heredada.

La justicia llegará —lenta, como siempre— con cargos, sentencias, dictámenes psicológicos y procedimientos. Pero la herida más grave no estará en el expediente, sino en la sociedad que se miró al espejo y reconoció algo suyo en esa escena:

“una madre que guía, una hija que obedece, una víctima que nunca lo vio venir.”

—titolugo@2025

 

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