Al comenzar mi primer año escolar, conocí a un niño llamado Dickie (nombre ficticio), cuyo andar cojeante dibujaba un ritmo singular. Durante las clases de educación física, observé que su pierna izquierda, delgada y frágil, dictaba su paso desigual. A pesar de su esfuerzo por correr, su cuerpo se rendía antes que el resto, agotado por la carga de su desafío. Me encariñé con Dickie y me convertí en su guardián, enfrentando a aquellos que se burlaban de su cojera. En más de una ocasión, me vi enfrascado en peleas para defender su honor, batallas que me llevaban a casa con más heridas que mi adversario, incluso con una nariz rota. Mi madre, preocupada, me inscribió en clases de karate para fortalecer mi defensa. Cinco años de Shotokan y dos de Taekwondo después, mi espíritu combativo se apaciguó, y las luchas cesaron. Convertido en médico años más tarde, durante mis estudios descubrí la razón de la cojera de Dickie, a quien ya no veía. La poliomielitis no tratada en su infancia hab