Soga, pastillas o pistola…

Esta mañana, me levanté tarde porque, ¡es sábado, por el amor de Dios! Mi esposa, en su afán de ser la chef del siglo, estaba preparando un desayuno digno de una reina fitness. ¡Tortilla de claras con champiñones y queso, tostadas de queso, tocineta y café que parece extraído de las montañas andinas! Hasta puso sus dos pastillas en el plato y le sirvió un pedazo de tortilla encima, como si estuviera armando una torre de medicamentos.

Llevé los platos a la terraza para disfrutar de las olas, pero mi nivel de despiste matutino alcanzó su máximo esplendor y me llevé el plato equivocado. Mientras devorábamos nuestras exquisiteces, ella buscaba sus pastillas y, en un bocado lleno de emoción, yo probe lo que sabe una estatina. Más tarde, descubrí que en el centro posterior de mi tortilla estaba oculto el antihipertensivo. Se los di a mi esposa para que las tomara, pero no pude evitar advertirle que, la próxima vez que quiera asesinarme, sea más cuidadosa con la disposición de los medicamentos. Ese método deja huella. Puede usar algo como lo que uso el doctor Anthony Pignataro para matar a su esposa; arsénico. Es claro, incoloro, indoloro, y no huele. Produce daño neurológico progresivo sin dejar rastro, excepto se acumula en las hebras del pelo. Si amanezco muerto analicen mis hebras del pelo.

Viendo que llevo días encerrado escribiendo sobre ciencia y tonterías como esta que estas leyendo, me siento atrapado y al borde de la locura. Escribiendo artículos científicos, conferencias, capítulos de libros y porquería literaria de bajo valor. Anhelo bajar a la playa, pero el día está más mustio que un loro deprimido. Me veo tentado a bajar con una soga y colgarme de alguna palma, aunque necesitaría una rama transversa de roble para que aguante mi peso, y eso no lo encuentras ni pagando en la orilla del mar. Es probable que tramando todo el evento, me descocote y rompa el tobillo, y pase seis meses encamado sin poder caminar hasta conseguir la próxima soga.

Si mañana domingo amanece igual, y me obligo a seguir escribiendo cuentos estúpidos como este que sigues leyendo, me veré forzado a prescindir de una arma de fuego. Aunque, pensándolo bien, ni siquiera tengo una. Mi única experiencia cercana con un arma de fuego fue cuando era residente de cirugía y el residente de cuarto año entró a la Cueva, sacó su revólver y le dio dos tiros al billar. Yo estaba ahí jugando, y créanme, no es fácil concentrarse en un juego de billar cuando tienes una .48 sonando a tu alrededor. Así que, descartando la soga, las pastillas y la pistola, me resigno a esperar a que salga el sol y los días mejoren. ¡Ah, la vida del escritor atrapado entre ciencia y locura mórbida!...

No se pierdan de leer la novela, “La Cueva”, tan pronto la termine…esos primeros seis años son otra cosa del pasado que cargan muchas anécdotas en la vida de un residente de cirugía. Muchas interesantes. Otras históricas.

Algo similar a papel, roca o tijera…

--titolugo©mmxxiii

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